martes, 26 de noviembre de 2013

Maternidad

Con la miel en los labios. Así me voy a quedar. Llevo años ya con una necesidad que me creció en las entrañas, en el mismo lugar donde se aloja la vida que crece. Y esa necesidad o deseo, se me escapa de las manos. Cuando alguna vez he comentado mi querencia por ser madre nuevamente, generalmente me tachan de loca. Hace un par de años en una conversación entre mujeres sobre este tema, había una doctora que comentaba que a determinada edad ya no se puede ser madre aunque la naturaleza aún te lo permita. Opinaba que el cuerpo ya no responde de la misma forma, que carecemos de energía para criarlos y que ella desde luego, no se sentía capaz. Yo sin embargo, mientras la escuchaba, pensaba todo lo contrario. No solo me siento capacitada y con la energía suficiente para criar un hijo sino que incluso en estos momentos, que evidentemente lo hacen imposible, yo siento mi cuerpo como lo he sentido siempre, lleno de vida y de deseos. No me siento en posesión de un cuerpo agotado, ni con la mente afincada en ninguna edad sino todo lo contrario. Siempre he tenido la sensación de haberme detenido en la juventud pese al paso de los años. Y cuando imagino que podría darse el caso de que un nuevo ser volviera a crecer en mi vientre me inflamo de ternura. Le daría la vida, sin duda, pero sé que él multiplicaría la mía.

Ahora, parece haberse detenido el tiempo en un porvenir más que dudoso. Lo que mi cuerpo empezó a recibir hace unos meses detuvo mi menstruación. El médico del abrazo amoroso me preguntaba el otro día si tenía sofocos. Y le dije: No, no estoy menopaúsica si es lo que quieres saber. Es solo esta química que afecta a mi ovulación y a otras tantas funciones que se han paralizado en mi. Le comenté que era como un jarro de agua fría sobre mis deseos de ser madre y entonces me preguntó si tenía pareja. Le dije que no y nos echamos a reir pero también le dije que no era necesario tener pareja para ser madre. Yo fui madre con pareja y fue tanto como no tenerla, así que no la necesito para este sueño. Ente otras cosas porque ni siquiera pretendo reclamarle nada a nadie. Aún así y para sorpresa mía, tropecé con alguien cuyas neuronas deben estar tan desubicadas como las mías y que se atrevió en un instante de irreflexión, supongo, en compartir mi sueño.  Porque al fin y al cabo, todo este desear no es más que un sueño que me gusta soñar. Y siempre agradeceré que por lo menos, no lo manchara con la locura que lo hacen los demás rompiendo la ilusión en mil pedazos.

Y es que soñar... Habré muerto el día que no tenga sueños. Y por ello me deleito pensando en el placer de tener nuevamente un bebé entre mis brazos. Rememoro la placidez y la dicha que te proporciona el contacto infantil. La felicidad y la emoción que te produce observar su sueño. Ver algo tan pequeño y a la vez tan grande,  tan frágil y a la vez tan fuerte. Volver a sentir como se me escurre la vida entre las piernas para ofrecerle a partir de ese momento, la luz de cada nuevo día. Sentir el primer contacto de piel con piel que convierte un quirófano en un paraiso. Imaginar lo que imaginé siempre y no tuve porque se quedó en promesa no cumplida de un padre, la mecedera en la que acunar mi sueño junto al de mi hijo. Disfrutar del balbuceo que acaba convirtiéndose en palabra, del traspiés que se convierte en paso firme, de la sonrisa que da paso a la risa y después a la carcajada. Sentir el corazón estrujado ante su llanto, dolérsete el alma cuando se siente herido. Escuchar los te quieros que nacen de su corazón, sentir como te inundan de felicidad sus abrazos, envolver sus días de ilusión. Y crecer, crecer con él y junto a él.

La miel en los labios...